Bitácora de dolor. Crisis 1532. Año 2020. Otoño.
Empezó con la espalda. Como cuatro puntos. Como si fueran cuatro piedras enterradas. Las estuve sintiendo y ya la experiencia me dijo que venía una crisis. Hice todo lo del manual. Seguí meditando, haciendo Chi Kung, mi bendita hora de ejercicio. Bajé el consumo de todo lo que dicen que hace daño. Tomé puntualmente el medicamento. A esta cosa le valió madre. Igual llega. De golpe. La última vez que hablé con un doc que no fuera mi doc de cabecera, me dijo que intentara mantener la cabeza funcionando. Que escribiera, que leyera, que no dejara que la niebla lo oscureciera todo. Me cuesta mucho trabajo escribir con un orden o recordar alguna idea. Más en un brote de los fuertes, como éste. Estaba logrando mantener el brote en un rango normal, pero los hijos, los egos; la vida, pues, para alguien sin inteligencia emocional como yo, es una sentencia de dolor de meses. Tripliqué la dosis de antidepresivos y anticonvulsivos. Me cuesta trabajo mantener el peso. Hay meses que subo de cinco a ocho kilos con el puro medicamento. Estoy muy cansada. Van cuatro días sin dormir. He intentado llevar una vida normal. Cuidar niños, hacer comida, limpiar la casa, atender pacientes. Todo me cuesta tanto trabajo que me es difícil no soltarme llorando. Utilizo lo que tengo al alcance para escribir. Facebook me ha servido por años, aunque me regañen por externar intimidades. Pero el intercambio me funciona. Aun puedo contestar algunas cosas a algunas personas. Me explicaba un doctor en Sinaloa, que los ciclos vienen por un pico de adrenalina, generalmente. Y al bajar la adrenalina y sus residuos, comienza el dolor. Casi siempre ha sido así. No hay estudios serios que lo confirmen, pero en mi caso así ha pasado. Hace algunos días un señor, más jodido que yo, seguramente sin casa, sin comida, sin fuerza y sin alma, me jaló hacia un callejón oscuro. Alcanzó a tocarme los senos y meter sus dedos en mi vagina (pinches vestidos) hasta que logré voltearme y pegarle con la base de la palma de la mano en la nariz. Como me enseñaron después de otro tremendo ataque que tuve de chavita. El pobre señor se desvaneció y lo ayudé a caer con otro golpe en la rodilla, en los testículos; y al ponerse en posición fetal, tomé su brazo y lo torcí hacia la espalda. Con tanta fuerza que creo que le hice algo a su hombro. No se movía. Como pajarito caído de un árbol. Lo amenacé. Le dije cosas horribles. Y lo dejé ahí tirado. Lo dejé ahí tirado... Como un pedazo de basura. No se movía y pensé que el golpe en la nariz lo había matado. Y entre tanta mierda, no me pareció mala idea. Una muerte rápida y justa y merecida. Para todos. Y me fui. Seguí las noticias. Los comentarios de los vecinos. Nada. No estaba en ningún hospital. Supongo que sabe hacerse el muerto, el pequeño cabrón de 1.90m. Ese pobre hombre no sirve ni para morirse. Pues de ahí salió el brote este que no sé si tenga ganas de seguir aguantando o ahogar en un riquísimo mezcal que tiene mi santa tía en la cantinita. O Sotol. Y hasta Khalúa. Pero no puedo tomar porque tengo un hijo así que me guardo la adicción para la noche cuando no le falto al respeto a nadie mas que a mi misma. Otra vez a llorar con extraños los mismos dolores. Tengo que hacer desayunos y limpiar la casa. Si lo intento despacio puedo acabar hoy sin que el dolor llegue a 10. Huevos estrellados. Con tortilla de maíz azul que tengo que hacer para acabarme todos los kilos que compré por la pandemia.
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